La Magia y el Arco - La Hoja de Arce, Primer Ciclo - Prólogo

PROLOGO

     El trayecto se estaba haciendo insoportable. Después de todo, era pleno Verano, y el sol golpeaba con fuerza. Damaran creía que iba a derretirse antes de llegar a destino, y estaba seguro que su caballo pensaba exactamente lo mismo...
  Nunca se acostumbró al calor, a pesar de llevar veinte años recorriendo los caminos.
  Y eso es algo que nadie diría, ya que su baja estatura, sus formas redondas, sus ropas gastadas y su rostro bonachón le daban aspecto de simple campesino. Sin embargo, esa barriga era engañosa: el hombre también tenía anchas espaldas, brazos musculosos y grandes puños.
  Además, una mirada atenta habría descubierto el escudo y la maza colgando de la silla de montar. Y también habría detectado la cota de escamas asomando bajo su capa de viaje.

     Horas atrás, unos bandidos se habían confiado y habían tratado de asaltarlo. Y en éstos momentos, vapuleados en el mismo lugar, lamentaban habérselo cruzado. Ni siquiera habían notado la inusual determinación en los ojos del hombre, tan brillantes como las gemas de manufactura enana.
     De hecho, sus ojos eran lo único que reflejaba la enorme energía de ese cuerpo rechoncho, pues Damaran era un aventurero que llevaba mucho tiempo en la profesión...
     Ciertamente no era conocido como otros, pero no era por falta de talento. Simplemente, disfrutaba de las cosas sencillas de la vida.
     Se ganaba el sustento con dicha profesión pero, por lo demás, llevaba una existencia tranquila, con un hogar sencillo y una hermosa familia que amaba con locura.
     Sin embargo, algunas cosas no salían como él deseaba...
     –Si tan sólo pudiera tapar el maldito sol... Malditos caminos de Ermegoth... Deberían tener las malditas postas más cerca... ¡Maldito calor...!
     Su familia solía decir que tenía la mala costumbre de maldecir consigo mismo. Sin embargo, tuvo que hacer el esfuerzo de guardar silencio, porque el calor le estaba secando la lengua...
     Pero también lo hizo porque se le vino a la cabeza el motivo de su viaje. No importaba el calor, sólo importaba llegar a su destino. Después de todo, iba rumbo a su hogar...
     Su última aventura lo había alejado de casa durante más tiempo del esperado y no veía la hora de volver a ver a su mujer y sus niños. Aún le carcomía la conciencia por no haber estado presente en el cumpleaños de sus hijas. Esperaba resarcir su ausencia con un regalo especial, aunque bastante extraño para ellas: unas muñecas que se movían solas.
     Al recordar el momento de comprarlas, dejó escapar una sonrisa.
     Creyendo que las muñecas estaban hechizadas, Damaran ignoró durante horas al mercader que se las quería vender. Pero el comerciante le explicó que las muñecas no tenían magia, sino un extraño mecanismo que daba al juguete el nombre de "muñeca a cuerda". Avergonzándose de su tonta preocupación, el aventurero se disculpó con el vendedor y compró tres muñecas...
     Soltó una carcajada y luego sacudió la cabeza para olvidarse del mercader. Volvió a ocupar su mente con los recuerdos de su casa, ansioso por llegar. No veía el momento de estar junto a sus niños, disfrutando las excelentes comidas de su mujer y las refrescantes aguas del río Grifo.
     Incluso, le parecía sentir el aroma del tabaco. Le gustaba fumar en pipa y disfrutaba del excelente tabaco que hacían los laanis, pero no se explicaba porqué lo sentía en el aire...
     Un aviso de peligro se disparó dentro de él y se obligó a salir de su modorra.
     Detuvo el caballo y notó que el olor se hacía más penetrante. A la izquierda del camino, divisó una tenue columna de humo que se elevaba por detrás de un grupo de árboles...
     –Alguien perdió un paquete de tabaco en la chimenea... –masculló en voz baja, pero su instinto le dijo que no. Algo dentro suyo le alertaba que el humo se debía a otra cosa...
     No podía ser una fogata. Con semejante calor se podrían cocinar huevos sobre su escudo...
     ¿Un incendio, tal vez...? ¿O los restos de un incendio...?
     Tantos riesgos afrontados le habían dado un sexto sentido para los peligros, y sabía que había algo malo cerca. Sin pensarlo dos veces, acercó el caballo a la vera del camino y desmontó. Y, por segunda vez en el día, desenfundó a sus fieles compañeros de viaje: su escudo y su maza. Sigilosamente, se acercó a la columna de humo y se puso en guardia al escuchar unos sonidos guturales.
     –Orcos... –susurró, con un dejo de odio y asco.
     Delante de él se movían tres criaturas humanoides de piel gris, musculosos y de rostro deforme con grandes colmillos. Portaban hachas de guerra más altas que el propio Damaran y vestían harapos mugrientos cubiertos con placas de metal. Parecían inspeccionar los restos de una casita quemada y se veían exaltados, por lo que el hombre dio un rodeo para acercarse desde el otro lado.
     Tuvo la impresión de ver reseñas élficas entre los restos. No sería raro, ya que al este se alzaban las fronteras del Bosque de las Voces Cantantes, el hogar de los elfos. La sangre de Damaran comenzó a hervir de sólo pensar que algún elfo haya sido víctima de tan asquerosas criaturas...
     De repente, los orcos comenzaron a gritar y a levantar parte de los restos quemados, que dejaron a la vista a un hombre herido pero aún con vida. Estaba atrapado bajo una viga de madera y aferraba un pequeño bulto contra su pecho. Los orcos rodearon al hombre y Damaran tomó eso como una señal.
     Con una velocidad inaudita para un cuerpo de su tamaño, salió despedido con la fuerza de un hacha arrojadiza enana.
     –¡¡¡Ermegoth!!! –gritó, mientras corría hacia los orcos.
     Los monstruos fueron tomados por sorpresa. Cuando se dieron cuenta del peligro, uno de ellos yacía en el suelo sin vida.
     El guerrero descargó la maza sobre el segundo orco, que salvó su cabeza sólo porque su casco resistió el impacto. El tercer orco blandió su hacha con presteza, pero Damaran fue más rápido y la bloqueó con su escudo. Pasó su pie por detrás del pie del orco y aprovechó la inercia del escudo para desestabilizar al monstruo. Este quedó tumbado en el piso y sin chances de detener el golpe de gracia. Quedaba el segundo orco, pero el anterior impacto fue suficiente para dejarlo aturdido. El guerrero no tuvo mayores inconvenientes para acabar con él.
     Revisó los cuerpos para no llevarse sorpresas y se arrodilló junto al hombre herido. Esperaba encontrar un campesino o un lugareño, pero el individuo tenía un orgulloso brillo en la mirada... Parecía una persona importante...
     Era un humano de unos cincuenta años, de rostro sereno y bien parecido. Sus ropas parecían de buena calidad y sus ojos, extrañamente calmos, estaban fijos en el cielo. Pero tenía sangre en la boca y respiraba con dificultad, lo que le dijo a Damaran que sus heridas eran mortales.
     "Con esas heridas, no muchos mantendrían la calma..." pensó.
     Estaba a punto de preguntarle el nombre cuando vió un detalle que le llamó la atención: el pelo, largo y negro como el azabache, tenía un mechón blanco que iba desde la frente hasta la punta...
     –Por la túnica de Sembren... ¡Usted es Bargan OjosProfundos...!
     El hombre posó sus ojos en el guerrero y asintió levemente con la cabeza. Bargan era uno de los héroes del reino de Ermegoth y contaba en su haber hazañas increíbles. Muchos lo consideraban una leyenda viviente y el mismo Damaran lo admiraba. Soñaba con poder cruzar algunas palabras con él, pero jamás imaginó que sería en éstas condiciones. Verlo en ese estado fue demasiado, pero se obligó a controlarse porque el herido intentaba decirle algo...
     –Mi... mujer... –balbuceó Bargan.
     Damaran miró frenéticamente hacia todos lados...
     ¿Cómo pudo olvidarse...?
     La esposa del héroe era una poderosa hechicera elfa llamada Arfidiel Cabellos de Plata, y solía acompañarlo en sus gestas heroicas. Muchas de ellas habían llegado a buen puerto gracias al dominio de la maga sobre las artes arcanas. Pero si él estaba allí... ¿Dónde estaba ella...?
     –La... mataron... –agregó Bargan, con más pena que fuerza...
     A unos pies de distancia, una delicada mano asomaba entre los restos. Damaran apartó los escombros y se arrepintió de haberlo hecho: efectivamente, Arfidiel estaba allí, sepultada sin vida...
     El guerrero no podía salir de su consternación. Desde pequeño tuvo una fascinación especial por los elfos, y en sus aventuras tuvo mucho trato con ellos. Siempre le habían parecido inalcanzables para la muerte y era la primera vez que veía un elfo sin vida. El hecho de que sea la mismísima Arfidiel la que yacía a sus pies, fue algo que no logró asimilar.
     Simplemente cayó de rodillas, con la mirada extraviada.
     Otra vez, se obligó a controlarse. Dejó el cuerpo de la dama tal como estaba y se acercó al herido. Bargan, con esfuerzo, le pasó el pequeño bulto que aferraba, y Damaran se sorprendió.
     Era una niña...
     Una semielfa para ser exactos. Tendría un año de edad, y su cabello era largo y negro con un mechón plateado. De su cuello pendía una insignia de metal con forma de hoja de arce...
     –Mi hija... Larian... Protégela...
     Consternado, Damaran cerró los ojos. Año y medio atrás había pasado por algo parecido...
     En una de sus misiones había rescatado a un niño cuyos padres habían sido asesinados. Al no hallar miembros de su familia, él y su esposa decidieron adoptarlo y lo criaron como si fuera su propio hijo. Pero juraron que sería la primera y última vez que harían algo semejante...
     En ese momento, tuvo la sensación que la historia volvía a repetirse... ¿Qué pasaría con la niña, si no encontraba a nadie que cuidara de ella...?
     –Ve a Nyos... –prosiguió Bargan–. Encuentra a Sarah Delinell...  Ella cuidará de Larian...
     A su pesar, el guerrero respiró al escuchar esas palabras, pero notó que los ojos del héroe se nublaban. Y así supo que ya no podría hacer nada más por él...
     –Bargan... –dijo, tratando de poner orden en sus pensamientos–. ¿Quién les hizo ésto...? ¿Quién ha tenido poder suficiente para derrotarlos...?
     Por primera vez, Damaran notó un dejo de desesperación en los ojos del héroe. La respuesta parecía causarle un dolor más allá del sufrimiento físico, y tomó por sorpresa al guerrero.
     –He sido yo...
     –¿Qué...? Pero... ¿Cómo...?
     –Fue mi culpa...  Las deidades tenían razón...  Y el mens... el mensajero...
     Los ojos de Bargan se pusieron en blanco y su cuerpo quedó inmóvil. Damaran, de rodillas junto a él, perdió la noción del tiempo y sólo volvió en sí cuando sintió unas gotas en su rostro. Levantó la vista al cielo y descubrió que se había nublado... Las primeras gotas de lluvia empezaban a caer...
     Se levantó con la pequeña en brazos y regresó al camino para buscar su montura. Lamentaba no poder darles un entierro digno a los cuerpos, pero sentía la necesidad de poner a la niña a salvo.
     ¿Cómo la había llamado...?
     Larian...
     La pequeña semielfa dormía apaciblemente, ajena a la tragedia que había vivido.
     El guerrero, al mirarla, dejó escapar una dolorosa sonrisa, porque la niña tenía la edad de sus hijas. Empero, sacudió la cabeza y se puso en marcha sin perder más tiempo.
     Supuso que las autoridades, una vez enteradas, se encargarían de todo, pero lo incomodaba la idea de llegar a Nyos portando tan malas noticias. Además... ¿A qué se refería Bargan con que él mismo tenía la culpa de su propia caída...?
     ¿Por qué mencionó a las deidades...?
     ¿Y quién era el tal “mensajero”...?
     La lluvia se hizo más intensa. Damaran aprovechó el cambio del tiempo para exigir a su montura, y ahora avanzaba a galope tendido. Era el derecho de todo el reino conocer el destino de Bargan OjosProfundos y Arfidiel Cabellos de Plata, y éste pensamiento le hizo agradecer el cambio del clima, que ahora le permitía avanzar a mayor velocidad.
     Por un momento, el guerrero imaginó que la lluvia era un llanto, el llanto de los dioses que lamentaban la pérdida de Bargan y Arfidiel.
     Se habría ido de bruces de saber que ese pensamiento era más real de lo que imaginaba...

© Osiris Marcos Amarilla 2016


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